Una auténtica mierda (con perdón)
Escrito por Tiresias Jueves 18 de Julio de 2024 00:00
www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | La Paz (Celebración grotesca sobre Aristófanes)| En 1977 el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida aún no se llamaba así. En realidad, ni siquiera podía considerarse un festival —solo hubo diez funciones, de tres espectáculos distintos, en menos de un mes—. Y tampoco tenía muy claras sus líneas de actuación, pues España se hallaba inmersa en plena Transición de la dictadura a la democracia —ese verano se celebraron las primeras elecciones generales— y la cultura se desperezaba tras una larga pesadilla que duró cuatro décadas. La paulatina apertura de miras sirvió, entre otras cosas, para que la comedia grecolatina se fuera incorporando a la programación del Teatro Romano, y el primer capítulo de su particular (intra)historia —solo hubo un precedente universitario en 1955— se escribió el 30 de junio con el estreno de una libérrima versión de Francisco Nieva de La paz de Aristófanes que, al margen de sus intrínsecas virtudes, cobró fama por contener el primer desnudo del moderno certamen: una teta timorata asomando por el escote de Ángela Reyno.
Cuarenta y siete años después, cuando la Guerra del Peloponeso del original queda muy lejos pero el mundo sigue dividido por conflictos como los de Rusia y Ucrania o Israel y Palestina, la revisión de aquel texto parece más pertinente que nunca. Tanto en el conflicto de hace veinticinco siglos entre Atenas y Esparta como en los de ahora se repiten los mismos actores y parecidos mantras. Cabría decir que en la actualidad se mata en nombre de distintos dioses con los mismos collares pese a que quienes se siguen matando son los mismos perros con distintos collares. Así las cosas, lo que presenta esta Celebración grotesca sobre Aristófanes —así se subtituló, entonces y ahora— es el osado viaje al Olimpo de un quijotesco viñador ateniense en busca de la Paz y su ingeniosa resistencia a los cantos de sirena que jalonan su delirante odisea.
Las armas que utilizó el dramaturgo de Valdepeñas para lanzar su bienintencionado canto al universo ya fueron destacadas hace (casi) medio siglo por José Monleón —“esa pirotecnia verbal, esa genialidad en el manejo del castellano que distingue a F. Nieva entre cuantos escriben hoy teatro en España” (Triunfo)— o Lorenzo López Sancho —“La facundia de Nieva ha creado un lenguaje novísimo, barroco, surrealista a veces, fuertemente sarcástico” (ABC)—. Y el montaje estrenado en 2024 redobla su apuesta, permitiendo al cómico albaceteño Joaquín Reyes que adorne con su parloteo chanante unos parlamentos que terminan alumbrando una suerte de dialecto protomanchego, vetusto y retórico, que funcionaría algo mejor si se entendieran claramente sus mensajes.
Mas esto no sucede por culpa de una relajada dirección de Rakel Camacho que permite dislates como las estentóreas apariciones de Astrid Jones, aberrante encarnación de la Guerra a la que resulta imposible seguir su chillón discurso; las trabucadas apariciones de la Corifea interpretada por Ángeles Martín; las agudísimas y saltarinas intervenciones de Sara Escudero; o la rudimentaria vocalización del propio Reyes, que se excede en su encargo de hacer, literalmente, el indio. Todas ellas consecuencias (más o menos) lógicas de elegir como figurones del elenco a personajes con un exiguo currículo teatral, con la única y exclusiva tarea de vender entradas merced a su popularidad televisiva.
Aprueba por los pelos una vistosa escenografía a la que se le reconoce el guiño a la grúa a la que se subía el protagonista en el montaje de 1977, sustituida en esta ocasión por una plataforma metálica que corona un pestilente albañal. Y suspende la incongruencia de mezclar sensuales bailes setenteros, el himno pacifista de Lennon Give Peace a Chance y el foco al símbolo jipi de la paz con rudimentarias coreografías bollywoodienses y otras hierbas.
Como siempre en Aristófanes, la escatología se erige en la protagonista en la sombra de la comedia, permitiendo de paso al autor de la versión un asombroso despliegue de recursos literarios que abundan en la cuestión hasta el punto de consentir que el cronista puede afirmar, sin temor a parecer impreciso, que lo visto resulta, por momentos, una auténtica mierda. El montaje al completo no llega a tanto, pero no pasa de una incómoda zurrapa, por seguir con el lenguaje utilizado en el mismo.