Barroco seudomusical
Escrito por Redacción Viernes 28 de Julio de 2017 00:00
FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA
www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | S éneca| Al Séneca filósofo, pero sobre todo al Séneca dramaturgo, el cronista le debe un respeto, pues fue quien parió algunas de las principales tragedias representadas en el Festival de Mérida —‘Fedra’, ‘Tyestes’, ‘Troyanas’—, incluida la ‘Medea’ que inauguró las representaciones contemporáneas en el Teatro Romano allá por 1933. Y al ‘Séneca’ convertido en drama por Antonio Gala, lo recuerda con idéntica consideración, ya que supuso una de las (más gozosas) lecturas obligatorias en sus años de formación teatral. Pero ante el ‘Séneca’ versionado y dirigido por Emilio Hernández en 2017, el respeto mengua y el gozo se desvanece. Visto lo visto, la nueva propuesta del director de origen cubano se nos antoja un capricho de dudosa justificación, quizá más pendiente del guiño doméstico —su mujer, Magüi Mira, interpretó a Agripina en el estreno absoluto del texto en 1987— que de su verdadero alcance artístico.
Advierte Gala en las palabras previas escritas para la primera edición de su obra en la legendaria colección Austral que la acción se sitúa “en una época cuya decadencia, cuya corrupción general, cuya sensación de agotamiento, la hacen tan semejante a la nuestra”. De aquello hace ya treinta años pero en nuestros días ese paralelismo cobra mayor sentido (si cabe), aunque el disperso montaje de Hernández se empeñe en desvirtuarlo. La primera coproducción entre el Centro Dramático Nacional y el Festival de Mérida —¡ya era hora!— es “una meditación sobre el poder”, según el filósofo Javier Sádaba, aunque en verdad el duelo dialéctico que enfrenta al “príncipe de la elocuencia” (Séneca) con el “árbitro de la elegancia” (Petronio) es mucho más que eso.
En la presente puesta en escena hay dos líneas temporales: la conversación entre estos dos autores clásicos, en la que el cordobés busca respuestas a sus contradicciones para alcanzar la muerte estando en paz consigo mismo, y la representación de los hechos pasados que reflejan dichas contradicciones. Hasta ahí, nada que objetar. Lo malo viene después. El espectáculo pergeñado por Emilio Hernández se convierte en una suerte de seudomusical que, con la sana intención de hacer un recorrido por diferentes culturas y épocas de la música, lo mismo te encasqueta un aria de ‘La coronación de Popea’ (Monteverdi, 1642), que te espanta con una horrenda pieza de rock sintetizado compuesta por Marco Rasa para la ocasión o intenta epatar merced a una prescindible nana flamenca. Naturalmente, lo que resulta de ese sinsentido es un batiburrillo que, en el mejor de los casos, solo sirve para distraer de lo esencial: un bello texto repleto de agudas reflexiones acerca del hecho de vivir.
No contento con eso, en su faceta de versionador Hernández añade al original de Antonio Gala fragmentos de la ‘Consolación a Helvia’ —la carta que Séneca escribió a su madre desde el exilio en Córcega—, entresijos de ‘El Satiricón’ de Petronio y parte del poemario del propio Gala, despreciando absolutamente el mensaje primigenio del refinado autor. Eso sí, para hacer más digerible su propuesta, pone (literalmente) toda la carne en el asador, sugiriendo —unas veces— y mostrando —algunas más— la anatomía de sus protagonistas sin tapujos. De ello se aprovechan los únicos triunfadores del montaje: Felype de Lima, que es el encargado de arropar con tejidos atemporales el mencionado alarde de sensualidad; y José Manuel Guerra, que borda una iluminación expresionista, deudora de Caravaggio —y, en general, de todo el Barroco—, que sabe sacar todo el partido a la escenografía del propio Hernández y a las sutiles coreografías de Amaya Galeote.
Con las (presuntas) estrellas de la función se repite la tónica general: el trabajo de Antonio Valero queda muy por debajo de la altura moral e histórica de su personaje; en ningún momento acierta con el tono preciso para hacer creíbles sus moralizantes parlamentos. Otro tanto sucede con Carmen Linares, a la que se adivina demasiado ajena a esta ensalada artística. En vez de sacar a relucir su esplendoroso cante, el director le encomienda canturrear algunos versos de Gala; y a fe que lo hace, con todo el empeño que se le (pre)supone a los grandes, pero sin poder evitar la comparación con el Chiquito de la Calzada más extravagante.
Confieso que, antes de abordar esta valoración, me propuse hacer honor al subtítulo de la obra de Antonio Gala —‘El beneficio de la duda’— y a la justificación que de él hace su personaje justo antes de suicidarse —“Nada hace tan generoso al corazón del hombre. Mientras duda, le da tiempo a juzgarse a sí mismo, o a decidirse a no juzgar”— pero ahora que me aproximo al punto final caigo en la cuenta de que he traicionado (una vez más) mi propósito inicial. ¿Acaso no responde a eso el concepto mismo de ‘crítica’?