Musical en grado de tentativa

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | LAS RANAS | ‘Las ranas’ ha pasado a la historia como una (presunta) comedia que Aristófanes se sacó de la manga mayormente para chotearse del trágico Eurípides —que por aquel entonces (405 a.C.) daba las boqueadas— con la perversa intención de resucitarlo en vida. Para ello se inventó una trama simplona en la que el dios Baco viaja hasta el Hades para llevar a cabo el pretendido rescate pero cuyo desenlace sufre un giro (in)esperado tras el cual, en lugar del poeta de Salamina, el resucitado es su rival Esquilo. La obra está trufada de los escatológicos mojones habituales en la dramaturgia del comediógrafo ateniense y entre sus pliegues se esconden algunos puyazos a la sociopolítica del momento, pero la adaptación programada en el Festival de Mérida ha soltado, en la medida de lo posible, todo el lastre localista y coyuntural para centrarse en su componente metateatral y mantener a flote las escasas gracietas incluidas en el original.

Para la puesta en escena, Juan Dolores Caballero ha escogido lo que podríamos denominar una tentativa de musical, una opción que no es original ni http://www.festivaldemerida.es//fotos/fotos_prensa/1019/files/1019_fichero_1.jpgresulta eficaz. La idea de llevar ‘Las ranas’ al terreno de la canción y el baile ya se le había ocurrido al rey del género, Stephen Sondheim, hace cuatro décadas: aquel musical, con libreto de Burt Shevelove, fue interpretado en la piscina del gimnasio de la Universidad de Yale y, en él, los primigenios Eurípides y Esquilo fueron sustituidos por George Bernard Shaw y William Shakespeare; treinta años más tarde, Nathan Lane renovó el libreto y se reservó el papel protagonista para la puesta de largo de su revival en Broadway. Lo que ocurre es que la versión de Caballero ni siquiera puede ser considerada un musical. El papel de maestro de ceremonias lo ocupa Beth, una de las (seudo)estrellas salidas de Operación Triunfo, quien a lo largo del espectáculo se encarga de demostrar sobradamente la vertiente negativa de aquella maldad con que la prensa norteamericana piropeaba a Lola Flores: ni sabe cantar, ni sabe bailar. La triunfita que destacó en televisión por ser la propuesta más heterodoxa de un engendro condenadamente ortodoxo se peleó la noche del estreno con el micro que enturbiaba sus parlamentos, con la banda musical que la acompañaba en sus amagos de canciones, con sus desbocados partenaires y, finalmente, con una escena que le venía escandalosamente grande.

Aunque no fue el único fiasco de la función, ni mucho menos. La encarnación que Pepe Viyuela hizo del dios del vino y del teatro se convirtió, lastimosamente, en la peor que el cronista le recuerda al actor logroñés en la media docena de veces que le ha visto deambular por entre las piedras romanas; y eso que el listón lo había dejado por los suelos hace tres lustros con ‘Androcles y el león’. Otro tanto puede decirse de la hiperbólica encarnación del esclavo Jantias llevada a cabo por Miriam Díaz-Aroca, aunque en su descargo conviene advertir que la culpa de sus desvaríos nace con la desatinada decisión —que incomprensiblemente se está convirtiendo en una moda— de encomendar un personaje masculino a una actriz, convirtiendo todo esfuerzo en baldío. En cualquier caso, suya (y solo suya) es la osadía de aceptar semejante reto y la responsabilidad última de una grotesca sobreactuación que, sin embargo, hizo las delicias de un público que acaso aplaudió en mayor medida el fondo que la forma. Aunque, en general, lo que mejor hizo el mediocre reparto que defendió con visibles apuros el andamiaje cómico de ‘Las ranas’ fue berrear. A lo peor le habían asegurado que subiendo los decibelios de sus diálogos aumentaría proporcionalmente la efectividad de su mensaje. Pero no. Para un servidor, el efecto fue justamente el contrario.

Para colmo, la odisea vivida por Baco y Jantias camino del Hades y el duelo de versos mantenido por Eurípides, argumentando que los personajes de sus obras son mejores porque están más cercanos a la vida y la lógica, y Esquilo, que creía que sus personajes idealizados eran mejores por ser más heroicos y modelos de virtud, se desarrollan en medio de una puesta en escena ramplona y estática diseñada a contrapelo por Juan Dolores Caballero, que se ve (des)arropada por una paupérrima escenografía y alumbrada, poco y mal, por el polifacético equipo de Juan Ruesga.

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