El (rabioso) perro del hortelano

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | SALOMÉ |Para celebrar a un tiempo dos redondas efemérides —su sexagésima edición y el centésimo quincuagésimo aniversario del nacimiento de Richard Strauss—, el Festival de Mérida ha dado muestras, una vez más, de su legendaria falta de criterio —esa que tanto irrita a los más puristas habitantes de la cavea—, traicionando su propia nomenclatura oficial, pues, según mi corto entender, poco tiene de ‘Teatro Clásico’ una ópera cuasi expresionista inspirada en un relato bíblico situado en esa corrala mal avenida que con el tiempo hemos dado en llamar Oriente Medio. Para más inri, cabe añadir que su libreto fue escrito en alemán por un compositor tardorromántico a partir de la traducción de un drama redactado en francés por un esteticista genio victoriano; y todo ello en la misma década en la que el siglo XIX dejó de serlo para dar paso al XX.

Salvada esta objeción, lo cierto es que el cronista agradece los dos reencuentros que el flamante montaje de ‘Salomé’ posibilita con la (intra)historia del certamen: el más anhelado por una selecta minoría, sin duda, es el regreso de la ópera a la escena del Teatro Romano tras una década de ausencia (‘La clemenza di Tito’, Mozart, 2004); el más anecdótico, la recuperación del drama wildeano, que en 1985 hizo acto de presencia en el Festival de la mano de Terenci Moix (versión) y Mario Gas (dirección), con Nuria Espert encarnando a ese insuperable y radical trasunto de nuestro protoibérico perro del hortelano que ha contribuido como ningún otro a fijar el arquetipo de la femme fatale.

‘Salomé’ es una ópera en un acto compuesta de manera casi impulsiva por Richard Strauss al quedar enormemente impactado tras el visionado del drama en el que Oscar Wilde reforzaba los elementos más punzantes de sendos episodios bíblicos relatados por Marcos y Mateos. En ellos se daba cuenta,  de manera sucinta, del caprichoso menú que la princesa de Judea pidió que le sirvieran en bandeja de plata: la cabeza de Juan el Bautista. Pero no fue hasta finales del siglo XIX cuando el breve suceso adquirió verdaderos tintes de crueldad: merced a una generosa dosis de romanticismo exacerbado, fue la pluma de Wilde la que elevó un capítulo menor de la Biblia hasta los altares de la iconografía universal, convirtiendo a Salomé en http://www.festivaldemerida.es//fotos/fotos_prensa/876/files/876_fichero_1.jpguna figura inesquivable para cualquier manifestación artística digna de ser considerada.

Paco Azorín, que repite en el Teatro Romano tras su frío ‘Julio César’ del año pasado, ha situado su puesta en escena en un indeterminado país oriental y en una época cercana a la del estreno de la obra, acaecido en el Teatro de la Corte de Dresde en 1905, aunque sobre la arena aparezcan varios automóviles fabricados con posterioridad a esa fecha. La parte central del escenario se encuentra ocupada por una inmensa pasarela que hace las veces de mesa celebratoria, atravesando sin pudor la valva regia. Para completar la estampa, una turbadora luna de considerables dimensiones se antepone al porticus post scaenam, iluminando con su tono sombrío —valga el oxímoron— la acción dramática.

Todo lo mencionado no impide, sin embargo, que en el centro de la escena quede libre un amplio espacio especular sobre el que se desarrolla, entre otras, la escena más popular (y también la más prescindible) de la ópera: la ‘Danza de los siete velos’. Para la ocasión, el coreógrafo Víctor Ullate ha diseñado una sensual coreografía, interpretada por Arantxa Sagardoy, que se convierte en el desencadenante de la fatal tragedia.

El propio Strauss manifestó en su día que para encarnar a Salomé hacía falta la voz de una Isolda de dieciséis años. Ante la imposibilidad de conseguir un ejemplar de esas características con la potencia vocal suficiente, aquí es la soprano cuarentona Gun-Brit Barkmin quien defiende más que dignamente el rol principal —como ya hiciera con anterioridad en el Lejano Oriente y en Centroeuropa—, debatiéndose admirablemente entre el deseo y el desprecio por todo y por todos. La réplica, que estuvo a la altura, se la dieron, la noche del estreno, el barítono José Antonio López como el descabezado profeta Iokanaán, el tenor austríaco Thomas Moser como el implacable tetrarca Herodes y la mezzosoprano Ana Ibarra en el papel de Herodías, la instigadora.

En cuanto a la música, conviene advertir que Richard Strauss reprochaba a las óperas de temática asiática e israelita la “total falta de color oriental y dehttp://www.festivaldemerida.es//fotos/fotos_prensa/870/files/870_fichero_1.jpg verdadero sol” y que, ante el reto de ‘Salomé’, sentía la necesidad de sumergirse en “una atmósfera auténticamente exótica, atornasolada por cadencias misteriosas al igual que cambiantes sedas”. Lo cierto es que en esta ópera, la más representada del autor, la tercera más escenificada en Alemania y la trigésimo primera en el escalafón belcantista, Strauss lució todo su virtuosismo, oscilando de lo politonal a lo atonal tanto en las cuatro grandes escenas que definen su estructura como en sus interludios, basados todos ellos en un amplio abanico de leitmotiv que sirven para identificar a cada uno de los personajes principales. Ante semejante panorama, la Orquesta de Extremadura, preñada de solventes instrumentistas procedentes de la Europa del Este, hace lo que puede, que no es poco. Su nuevo director titular, Álvaro Albiach, evidencia su experimentada trayectoria en el campo operístico y sale airoso del lance.

Con el que es considerado “el acorde más repugnante de toda la historia de la ópera” todavía retumbando en los oídos, tras el beso de Salomé a su preciado tesoro, no se atreve el cronista a asegurar, como ha hecho la prensa madrileña con sospechosa celeridad, que nos encontramos ante “una producción que le ha dado al Festival de Mérida su primer éxito este año”. Media entrada, decenas de invitaciones y una tibia acogida desaconsejan cometer tal atrevimiento.

 

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