Mínimo minimalismo

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | HÉLADE | He de confesar, de entrada, que el primer impulso que tuve que frenar a la hora de acometer la reseña de lo visto (y escuchado) en ‘Hélade’ fue el de tratar la propuesta como una ensalada elaborada con los más frescos (y caros) ingredientes pero añejada por culpa de un aliño pasado de fecha que daba al traste con el festín previsto. He de confesar, asimismo, que no me ha costado demasiado frenar ese primer impulso que resultaría harto injusto con un espectáculo presidido por el buen gusto pero en el que -nobleza obliga- hay que advertir que el valor del todo final no hace honor a la suma de las partes. Vaya por delante, en cualquier caso, el reconocimiento a un proyecto edificado en apenas un par de meses -forzado por las circunstancias políticas y económicas- que, por eso mismo, se asienta sobre unos endebles cimientos: bienintencionados pero malparados.

Lo cierto es que lo visto en la función de estreno de este espectáculo montado ‘ad hoc’ para inaugurar el 58º Festival de Mérida deja un regusto agridulce. Si uno cita, sin solución de continuidad, la nómina de protagonistas embarcados en él, no puede sino aplaudir el criterio de sus impulsores. Hagan conmigo el ejercicio: Joan Ollé, Lluís Homar, José María Pou, Concha Velasco, Maribel Verdú, Silvia Pérez Cruz, Ara Malikian, Toti Soler, Maurici Villavecchia… Y Homero, Eurípides, Platón, Ritsos, Kavafis… Así cualquiera, pensarán ustedes, si aún no han contemplado ‘Hélade’. Pues ni por esas, responde el cronista, más decepcionado que orgulloso de lo que (d)escribe.

El “oratorio contemporáneo” propuesto al alimón por David Guzmán y Joan Ollé –este último en su doble calidad de dramaturgo y director-, se sigue con agrado, pues la selección de textos que conforman su estructura resulta irreprochable en su paseo por 2.500 años de Historia (universal) y de intrahistoria (griega). Los peros acuden a la mente del espectador, sin embargo, cuando intenta seguir la citada sucesión de emocionantes parlamentos transitando por el (finísimo) hilo argumental tejido por los responsables de la puesta en escena, a la que cabe calificar -ya que no alcanza la categoría de minimalista- como mínima.

Aplaudir el acierto de echar mano de la plasticidad cinematográfica patentada por el maestro Angelopoulos para adecentar el escenario no es incompatible con su denuncia, pues el cronista se mantiene firme en la creencia de que el Teatro Romano se basta y se sobra para vestir espectáculos como el aquí tratado: si lo que se pretendía era subrayar la mediterraneidad de la propuesta, el decorado ya llevaba veinte siglos esperando la ocasión.

Y la ocasión consiste en situar a cuatro grandes figuras de la escena nacional, dotadas de voces y presencia más que acreditadas, en un merendero (no sé si jónico, dórico o corintio) con el único cometido de leer (o recitar, las menos de las veces) un puñado de textos clásicos, modernos y (rabiosamente) actuales, encarnando -aunque el verbo venga grande en este caso- a un ilustre reparto de personajes que van de Ulises a Zorba pasando por Helena o Hécuba. El objetivo: homenajear a la de(s)preciada Grecia (pos)moderna rememorando el esplendor de la Hélade cuasi (pre)histórica, aquella a la que la civilización occidental (y gran parte de la oriental) le debe gran parte de sus más reconocidos valores. Y el homenaje queda hecho, pero cuesta reconocer la intención en lo mostrado.

Intencionadamente, el cronista deja para el final el apartado musical, abortado a última hora por el abandono del violinista Malikian por motivos personales. Reconociendo serias dudas ante la conveniencia de aderezar los parlamentos dramáticos con ritmos de Theodorakis y Hadjidakis, queda el consuelo de haber asistido a un involuntario miniconcierto de la voz más en forma del panorama patrio: Silvia Pérez Cruz, una intérprete con una innata (y sobresaliente) capacidad para emocionar que, en esta ocasión, tuvo que desdoblar su tradicional bilingüismo -español y catalán- para recrear igualmente algunas piezas en griego; reto del que salió airosa y triunfadora, pese a que las entradas (y las invitaciones) las habían vendido sus compañeros de cartel.

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