'La asamblea de las mujeres': derroche de sal gorda para una sosa comedia

FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA - Tiresias

Lo peor que le puede suceder al cronista ante el folio en blanco (virtual) es no tener nada que contar. Lo (más) grave de dedicarse a estas (mal pagadas) tareas opinativas es que ocurre, de cuando en vez, que el escriba no tiene nada que escribir aunque, paradojas de la vida, la nada sí tiene quien le escriba -igual que el coronel de García Márquez-. Como quiera que este sea el (irremediable) sino de los tiempos que nos ha tocado vivir, echa a andar aquí, sin más preámbulos, la valoración del último estreno -por ahora, ¡qué cruz!, con perdón- del Festival de Mérida dirigido (todavía) por el tándem Portillo-Martín, ya conocido como 'Las efímeras', sin que se haya demostrado, de momento, que tan acertado epíteto se corresponda con ninguna figura mitológica.

El caso es que la comedia de este año, 'La asamblea de las mujeres', ha resultado ser -conste en acta que lo tenía francamente complicado- una de las peores propuestas dentro de su género en la reciente (intra)historia del certamen emeritense. Y eso que (los responsables de su programación) nos la habían vendido con todos los engañabobos a su alcance: una moderna comedia de Aristófanes; una de las más destacadas directoras de la nueva hornada de la escena patria; un autor/versionador de prestigio consolidado; y un reparto experto en estas lides de hacer reír al respetable.

Mas resulta que no, que de una vez habrá que decir que Aristófanes es el más (sobre)valorado de los autores de la antigüedad clásica -lo que no es redundancia es plagio-; que su supuesta modernidad -poner del revés los asuntos del gobierno y la guerra, según el caso, para situar a las mujeres al frente- queda anulada desde el mismo momento en que, para que triunfe la ginecocracia, disfraza a las criaturas que el señor hizo descender de la Eva genésica con el fin de engañar a los atolondrados hombres que su simplista pluma retrata; que Laila Ripoll se maneja mejor con los clásicos de andar por casa -del Siglo de Oro al siglo pasado, por acotar los tiempos-; y que José Ramón Fernández gasta unas formas (literarias y de las otras) demasiado solemnes como para hacer triunfar un texto ligero aunque pretendidamente profundo. Por último, es hora de aclarar, también, que a Isabel Ordaz se le atraganta el que podría haber sido uno de los papeles capitales en su trayectoria profesional -su incontenible (sobre)actuación paródica repele de cabo a rabo-; que Emma Ozores despliega unas artes (seudo)cómicas incompatibles con el teatro del siglo XXI y un festival como el de Mérida -por decirlo sin herir sensibilidades-; y que Secun de la Rosa abusa de sus particulares recursos humorísticos -ya vistos en este mismo escenario hace un par de años-, lo que convierte sus interpretaciones en perfectamente intercambiables, diga lo que diga su texto, y su personaje.

Dicho lo dicho, la apuesta por situar una comedia con 2.500 años de vida en los (locos) años 20 del siglo pasado, con vestimenta 'chapliniana', colorido extraído del musical y compases de charlestón, queda reducida a su mínima expresión. Advierte la directora del montaje, desde el programa de mano, que su espectáculo contiene "sal gorda cuidadosamente, sabiamente dosificada". Optimista en exceso -se le va la mano con los adverbios, no con la sal-, a Laila Ripoll le ha salido una comedia sosa... y maloliente, por culpa del hedor que deprende tanta escatología mal llevada. Que no es lo mismo que decir una mierda de comedia, con perdón.

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