Un elenco de altura

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Coriolano | De los cuatro montajes de Coriolano programados por el Festival de Mérida en la última década —del (pen)último no han pasado ni quince días—, el ofrecido por Vania Produccions resulta, sin lugar a dudas, el de mayor entidad artística: por ambición; por presupuesto; por reparto; por equipo artístico-técnico… Pero también por sus logros, pues en conjunto supera a todos sus precedentes, aunque conviene recordar que cada uno de ellos había cumplido ya más que dignamente el abordaje de la que el poeta T. S. Eliot consideraba la mejor tragedia de Shakespeare.

Sostenía el paradójico Chesterton que los protagonistas más vitales del Bardo de Avon son “grandes espíritus encadenados” y, sin duda, Coriolano hace honor al rebuscado oxímoron, pues se trata de un “niño crecido” —como señala el crítico Harold Bloom— “educado por su madre para ser un Marte infantil”; algo que nunca dejará de ser, pese a convertirse en “la mayor máquina de matar en todo Shakespeare”: un ejército de un solo hombre que personifica como pocos la lucha interior entre la ética y la política y que se refiere a la muchedumbre a la que necesita y desprecia a partes iguales como “¡vulgar algarabía de perros!” —cualquier parecido con nuestra actualidad (no) es pura coincidencia—.

Al frente de la propuesta que marca el ecuador de la septuagésima edición del certamen emeritense se sitúa Antonio Simón, quien ya había acudido al Teatro Romano como máximo responsable de Electra (2003) y Filoctetes (2018), las dos de Sófocles, en ambos casos dando muestras de solvencia pero sin deslumbrar. Lo de ahora es distinto: el que fuera ayudante de dirección de maestros como Jorge Lavelli, Lluís Pasqual, Calixto Bieito, Matthias Langhoff o Adolfo Marsillach, recopila buena parte de lo aprendido en aquellas oportunidades y pone en escena un atractivo despliegue de efectivos y efectos que se alían para mantener la atención del espectador durante dos largas horas. En la parte final, el tedio amaga con hacer acto de presencia, pero el director barcelonés lo espanta ingeniosamente, intercalando constantes guiños de complicidad entre los actores y la grada, que desde muy pronto entra gustosa al trapo.

La escenografía de Paco Azorín —que este año inauguró el Festival en calidad de director de la Medea de Cherubini— recuerda vagamente a la diseñada para el Julio César (2013) protagonizado por Mario Gas, por el partido que saca a un puñado de sillas, y mucho más claramente a la elaborada para el Calígula (2017) dirigido por el propio Gas, por la querencia a exponer el físico de los actores en atrevidas rampas a las que, en todo caso, exprime con maestría sus posibilidades.

Pero lo mejor del montaje es, sin discusión, su reparto, que se corona como uno de los más serios y equilibrados que recuerda el cronista por estos lares. Aunque suene a perogrullada, no está de más subrayar —por infrecuente— la precisión de una operación casi matemática: si se eligen verdaderos actores de teatro para encarnar a los personajes, aumentan exponencialmente las posibilidades de que el trabajo resultante se parezca a una obra de teatro. Por eso, hoy me doy el gusto de nombrar a los nueve integrantes de un elenco que raya a una notable altura: Roberto Enríquez, Carmen Conesa, Manuel Morón, Álex Barahona, José Luis Torrijo, Juan Díaz, María Ordóñez, Beatriz Melgares y Javier Lara. Y me barrunto que el cálido aplauso del público al terminar la función iba por ahí.

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