Un soberbio acto teatral

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | En mitad de tanto fuego | ¿Qué sería de la mitología griega sin la riqueza que aportan sus personajes secundarios? Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que las (sub)tramas que se esconden entre los pliegues de las historias principales resultan, a poco que se les preste la debida atención, infinitamente más enriquecedoras que muchos de los episodios de relumbrón. Verbigracia: Patroclo versus Aquiles.

En esa humilde figura escondida entre los cantos de la Ilíada de Homero se fija la mirada poética de Alberto Conejero para lanzar un alegato antibelicista y una defensa del amor —llámenlo homosexual si lo desean— por sobre todas las cosas, dándole la vuelta al relato oficial: porque no hay nada más horrible que un héroe de guerra ni nada más bello que dejarse arrastrar por la pureza de la admiración y el deseo, En mitad de tanto fuego.

Ese es, precisamente, el título con el que el dramaturgo más sensible del momento enmarca un estremecedor monólogo que se resiste a adivinar senderos de gloria en el campo de batalla y que, por el contrario, prefiere adentrarse en el corazón de las tinieblas a pecho descubierto, con el corazón de par en par. Porque Troya sigue ardiendo en las llamas de otras guerras y ya no tiene demasiado sentido seguir cacareando poemas épicos. Mejor refugiarse en la confesión íntima, trufada en este caso de referencias a Safo, Pedro Lemebel, Anne Carson o Luis Cernuda, todos ellos tan queridos del autor por mor de las afinidades electivas.

Poco importa, En mitad de tanto fuego, quién fuera el erómeno y quién el erastés en la intensa relación entre el mortal domador de caballos y el semidiós de los pies ligeros; y menos aún, la cruenta aristía de Patroclo al frente de los mirmidones de su ¿primo, sobrino?, hasta caer a manos de Héctor, o la subsiguiente venganza ejecutada bajo los efectos de la cólera por Aquiles contra el príncipe troyano. Conejero cede la voz a quien honraba a regañadientes la gloria del padre —antes de su asesinato, durante sus honras fúnebres y su breve reaparición, y después de su incineración— para que nos haga cosquillas en el alma. Y el encargado de alzar esa voz es Rubén de Eguía, un portento de la contención dramática y de la delicadeza expositiva que remueve sin despeinarse las emociones del espectador que le acompaña de la mano en su ardua travesía.

Para la puesta en escena, Xavier Albertí sigue al pie de la letra el primer mandamiento del maestro Peter Brook: “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que necesita para realizar un acto teatral”. En este caso, un soberbio acto teatral.

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