El Macguffin, ese invento griego

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Filoctetes | En el diálogo que mantuvieron Alfred Hitchcock y François Truffaut en 1962 con el objetivo de diseccionar la obra cinematográfica del primero —que dio pie a un libro legendario—, el maestro del suspense explicaba así la procedencia del ‘Macguffin’, que se convertiría en santo y seña de muchas de sus películas: “La palabra procede de esta historia: van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro: ‘¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?’. El otro contesta: ‘Ah, eso es un Macguffin’. El primero insiste: ‘¿Qué es un Macguffin?’. Y su compañero de viaje le responde: ‘Un Macguffin es un aparato para cazar leones en Escocia’. ‘Pero si en Escocia no hay leones’, le espeta el primer hombre. ‘Entonces eso de ahí no es un Macguffin’, le responde el otro”.

Viene esto a cuento porque el director de ‘Filoctetes’, Antonio Simón, ha vendido su propuesta como “una película de Hitchcock, pero ambientada en la Grecia antigua”; y porque, en la versión con la que Jordi Casanovas ha remozado la tragedia presentada por Sófocles en las Dionisias del 409 a. C., también hay un elemento que hace las veces de Macguffin, aunque en este caso su presencia termina imponiéndose: el arco de Filoctetes fue un arma capital a la hora de finiquitar la guerra de Troya, pero en 2018 no es más que una excusa argumental que mueve a los personajes y hace evolucionar la trama, aunque finalmente su relevancia sea mínima.

Sea como fuere, o Antonio Simón ha visto algunas películas de Hitchcock distintas a las que ha visto el cronista —que las ha visto casi todas— o la estima en la que el responsable de ‘Filoctetes’ tiene la obra del director británico varía mucho de la que siente un servidor. Tanto da: su puesta en escena reduce el suspense a su mínima expresión y evidencia que la comparación le viene (muy) grande a su montaje y le hace un flaco favor.

El interés, verdadero motor de las relaciones humanas, domina las acciones y los sentimientos de los protagonistas del drama sofocleo, personajes corruptos y fuleros a los que la mitología ha elevado a la categoría de héroes por encima de sus posibilidades. Así, la mentira se apodera de los diálogos y acaso termina contagiando el trabajo de los actores, que al menos el día del estreno parecieron un tanto desganados. Se salva del tono general Pedro Casablanc (Filoctetes), el paciente sufridor de la treta ideada por su antagonista, Pepe Viyuela (Ulises), pero aun así se queda muy por debajo de algunas de sus interpretaciones más recientes.

Tampoco aporta demasiado el coro femenino, que actúa como mero comparsa y que se suma a la irritante estrategia elegida por un director y un autor que tratan a los espectadores como párvulos: sobran los subrayados que jalonan la dramaturgia, tanto los que son puestos en boca de los intérpretes como los que abusan de la paciencia del público en forma de rótulos y videoproyecciones. Las columnas del Teatro Romano de Mérida lo soportan casi todo, pero siempre se han llevado mal con los fatuos.

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