La voz y la palabra

FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Marco Aurelio | En la nómina inaugurada por Zenón de Citio en la Grecia republicana, y ennoblecida por Séneca y Epicteto en la Roma imperial, Marco Aurelio figura como punto y final del estoicismo, el último de los grandes movimientos filosóficos fundados por los clásicos helenos. Guiados por la razón y la virtud, y alejados de toda (os)tentación, los estoicos se erigieron en paradigma de la bonhomía, entendida como una de las bellas artes; y el más sabio de los ‘cinco emperadores buenos’, en su encarnación ideal.

Profundo conocedor de la vida y obra del mandamás Antonino, el doctor Agustín Muñoz Sanz se basó en su propia tesis doctoral, ‘Patobiografía de Marco Aurelio’, para publicar hace un par de años una obra de teatro consagrada al que considera —en un derroche de generosidad con nuestro contemporáneo— el “Obama de la época”. Pero el texto, que no pudo interpretar Pepe Sancho en 2013 por culpa de su temprana muerte ni Emilio Gutiérrez Caba en 2014 por razones más mundanas, tuvo que esperar en el cajón de las promesas hasta que una compañía extremeña se hiciera cargo http://www.festivaldemerida.es/fotos/fotos_prensa/1998/files/1998_fichero_1.jpgde él. Ahora, Teatrapo ha encontrado en Vicente Cuesta al intérprete idóneo para tan ilustre cometido y, a juicio del cronista, todos hemos salido ganando.

Porque el protagonista dota de humanidad y prestancia al superlativo dialéctico en un montaje que lo fía todo a la voz y la palabra, al que Miguel Murillo y José F. Delgado aportan un pausado ritmo escénico desde la dramaturgia y al que Eugenio Amaya ha despojado de todo artificio bajo su dirección. Así, lo que resulta es una meritoria hagiografía, entorpecida en ocasiones por el relato histórico pero brillante cada vez que (con)cede la palabra a las ‘Meditaciones’ del emperador, un puñado de soliloquios en los que Cuesta tose justicia y vomita sensatez mientras se deja abrazar, gustoso, por la muerte.

Por desgracia, la función se ve afeada por las extemporáneas apariciones del coro, incapaz de transmitir al espectador la (presunta) turbación provocada por las alucinaciones del enfermo emperador, ilustradas por un paupérrimo diseño coreográfico de María Lama y ejecutadas con una desidia que clama al cielo.

De esta forma, correcta pero insuficiente, concluye un Festival de Mérida de programación raquítica y gestión viciada, cuya caída libre parece advertir el propio Marco Aurelio desde la escena: “La muerte no es un instante, es un proceso”. Palabra de sabio.

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