Indigesta ensalada
Escrito por Tiresias Sábado 25 de Julio de 2015 10:43
www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | CÉSAR & CLEOPATRA | ‘César y Cleopatra’ es una obra finisecular del XIX —aunque no se publicó hasta 1901— que recrea los devaneos protagonizados por un omnipotente mandamás romano en el ocaso de su vida (52 años) y una pujante reina egipcia en la flor de la suya (21 años) que pasaron a la historia merced a su indisimulada afición al poder y la gloria. Su existencia —la de la obra, se entiende— se la debemos al Nobel irlandés George Bernard Shaw, que no se lució especialmente en esta discreta muestra de su etapa de aprendizaje como dramaturgo.
No obstante, al emperador latino (des)dibujado por Shaw lo encarnaron a lo largo del siglo XX un puñado de mitos de la escena británica, como Cedric Hardwicke, Laurence Olivier, John Gielgud o Rex Harrison; y a la sultana que lo volvió (medio) majareta, algunas estrellas de allá y de acullá, como Helen Hayes, Lilli Palmer o Vivien Leigh, que lo hizo por partida doble, sobre las tablas y en la gran pantalla, en este caso con Claude Rains como partenaire.
Ajena a ese prestigio autóctono, en España esta obra “para puritanos” —como la calificaron su autor y su editor en la primera edición impresa— hizo menos fortuna y, pese a que Fernando Granada y Pastora Peña, en teatro, y Jesús Puente y María Cuadra, en televisión, cedieron sus talentos al servicio de la histórica (re)creación, sus respectivos experimentos no llegaron a cuajar. Como tampoco lo hizo la única versión previa que había propiciado hasta ahora el Festival de Mérida, perpetrada en lo literario por Manuel Martínez Mediero y dirigida ‘comme il faut’ por Francisco Suárez en 2001, con un reparto eminentemente extremeño en el que sobresalía —poco, todo hay que decirlo— un decadente José Luis López Vázquez.
En descargo de los unos y los otros conviene advertir que el mayor lastre para cualquier puesta en escena de esta insulsa historia parte del propio texto, que el cronista nunca acertó a desentrañar si atendía a las razones del drama, la comedia o la tragicomedia, pues en ninguno de esos géneros su adscripción alcanzaría los mínimos exigidos. Si su intención primera es hacer reír, maldita la gracia; si, por el contrario, lo pretendido es conmover, peor aún. Así las cosas, entre Julio César y Cleopatra los acontecimientos se suceden sin que entre ellos se medie la pena ni la gloria.
Y algo de eso mismo sucede aquí y ahora, aunque la ocasional versión firmada por Emilio Hernández se parezca al original como un huevo a una castaña —donde la castaña sería, obviamente, el engendro más reciente—. Sus chistes de primero de Sonrisología sonrojarían a cualquier infante prevenido —suerte que les tienen prohibida la entrada al recinto—; por consiguiente, el (pretendido) festival del humor que se nos promete desde la propaganda de esta suerte de ucronía arrevistada no aparece por ningún lado. Al respecto, bastaba con (entre)ver el rostro del autor escondido entre las columnas del peristilo emeritense tras el estreno para comprobar que sus (supuestas) coñas no le habían hecho gracia ni a él. Pero de algo hay que comer.
En esta flamante (y libérrima y paupérrima) adaptación, César y Cleopatra se pretenden inteligentes, agudos, mordaces y seductores, pero el cronista no termina de sentir ni lo uno, ni lo otro, ni lo del medio. A lo peor, la culpa la tienen los precedentes, pues veníamos en esta edición de contemplar varios espectáculos asentados en textos excelsos y, sin tiempo prudencial para (re)situarnos, nos enjaretan esto, que no es ni chicha ni limoná.
Incluso la propuesta de desdoblamiento de la pareja protagonista en dos épocas distintas —mejor dicho, en una, la real, y en la ácrona eternidad— sale, como los malos tiros, por la culata. En lugar de agilizar el ritmo dramático, ese particular popurrí a cuatro voces dispuesto por Magüi Mira, responsable última del invento, atasca el desarrollo de la acción, dando lugar a una esclerótica puesta en escena que atenaza a los intérpretes al tiempo que coagula la sensibilidad de los espectadores.
Para dar vida a los muertos César y Cleopatra que vagan por el paraíso, la dirección ha elegido a Emilio Gutiérrez Caba —que cumple, entre abrumado y circunspecto, con su cometido— y Ángela Molina —que canta, y da el cante, sin que su desubicado descoque encaje en ningún momento con el idealizado perfil de la serpiente del Nilo—. La réplica se la dan sus jovenzuelos trasuntos: Marcial Álvarez —eufóricamente ensimismado aunque incapaz de rayar a la altura de su histórico personaje— y Lucía Jiménez —que bordea lo patético en sus arreones de sensualidad por no hacer de menos a su antagonista—.
Así las cosas, lo de menos es la discotequera escenografía fluorescente que pervierte el noble clasicismo del Teatro Romano; o las felonías cometidas vocalmente con el ‘Julio César’ de Händel y el ‘Only you’ de Buck Ram, inmortalizado por The Platters; incluso la nadería melodramática compuesta por el vástago de Víctor Manuel y Ana Belén, al que, de momento, este mundo le viene grande. Estos son solo los ácidos aderezos que echan definitivamente a perder una indigesta “ensalada César” —como se subraya en la propia función en un (im)pagable alarde de ingenio— solo apta para los estómagos más agradecidos.