(In)justicia poética

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | SÓCRATES  | Difícilmente podría hallarse una manera más gráfica de finiquitar el periodo de mayor esplendor de la Atenas clásica. Me refiero, claro, al llamado ‘Siglo de Pericles’. Juntos, pero no revueltos —para cuando unos llegaron, otros ya se habían ido—, se pasearon por el ágora ateniense a lo largo de esa insuperable centuria, además del propio Pericles (político, 495 a.C.), lumbreras de la talla de Esquilo (dramaturgo, 525 a.C.), Anaxágoras (filósofo, 500 a.C.), Hipodamo (arquitecto, 498 a.C.), Sófocles (dramaturgo, 496 a.C.), Fidias (escultor, 490 a.C.), Heródoto (historiador, 484 a.C.), Eurípides (dramaturgo, 480 a.C.), Mirón (escultor, 480 a.C.), Policleto (escultor, 480 a.C.), Aspasia (logógrafa, 470 a.C.), Demócrito (filósofo, 460 a.C.), Tucídides (historiador, 460 a.C.), Lisias (orador, 458 a.C.), Alcibíades (estadista, 450 a.C.), Aristófanes (comediógrafo, 444 a.C.), Jenofonte (historiador, 431 a.C.) o Platón (filósofo, 427 a.C.). Y, como figura vertebral de todos ellos, Sócrates (470 a.C.).

 

Pero el siglo quinto anterior a la era cristiana acaba de expirar. Estamos en 399 a.C., y al Estado ateniense no se le ocurre un modo más aleccionador de dar carpetazo a la etapa más gloriosa de su historia que condenando a muerte al ilustre filósofo, una lamentable circunstancia amparada por primera vez por la democracia que él mismo ha contribuido a consolidar. La ignorancia mata así a la sabiduría y, tras ese lamentable hecho, la decadencia helena resulta inevitable.

http://www.festivaldemerida.es//fotos/fotos_prensa/1403/files/1403_fichero_1.jpgPara recordar a Sócrates podemos echar mano de la retranca neoyorquina de Woody Allen, que lo despachó arguyendo someramente que “tenía la costumbre de cepillarse a jóvenes griegos”, o ponernos ligeramente más serios y retratarlo como uno de los pensadores y oradores más preclaros que en el mundo han sido. La filosofía socrática es, sencillamente, una de las más inteligentes con las que alimentar nuestro cerebro, por una simple cuestión de principios: se basa en ponerlo todo en duda; en formular preguntas que desencadenen nuevas preguntas. En varios momentos de la función que nos ocupa, se ironiza acerca de todo esto. “La historia me atribuye una frase que no fue cierta: ‘Solo sé que no sé nada”, advierte el trasunto del filósofo ateniense. Algo que, aunque solo sirva para desbaratar la grandilocuencia de la sentencia más paradójica de la historia, queda meridianamente claro tras hora y media de representación. Sócrates sabía algo. Mucho más que algo. Y después de asistir a la peripecia escenificada de su vida y milagros, también nosotros sabemos más que algo. Y quiero creer que también somos mejores personas.

En 1972, cuando el cronista no era siquiera un proyecto de ser humano, Adolfo Marsillach ya había llevado a la escena las andanzas de ‘Sócrates’ en versión de su compinche Enrique Llovet, quien expurgó para la ocasión los ‘Diálogos’ de Platón. Aquel texto incluía una frase que persiguió al actor, autor y director teatral barcelonés de por vida y que debería presidir los frontispicios de cualquier administración pública contemporánea: “Es mejor sufrir la injusticia que cometerla”. Resulta imposible saber si el Sócrates original pronunció alguna vez tales palabras, pero cuesta poco imaginarlas en su boca, pues se ajustan como un guante a su filosofía vital, llevada hasta sus últimas consecuencias en este ‘Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano’. Lo que aquí contemplamos es, ni más ni menos, lo que matiza ese inequívoco subtítulo: no asistimos a un repaso pormenorizado de la vida del filósofo —aunque se dan algunas pinceladas de ella— sino a su examen (final) de conciencia.

Basándose en dos textos clásicos de su discípulo Platón —‘Fedón’ y ‘Critón’— y otros del historiador Diógenes Laercio —pues Sócrates no dejó escrito ningún pensamiento—, Mario Gas y Alberto Iglesias, autores de la dramaturgia, se centran en el juicio que sufrió el filósofo tras haber denunciado la corrupción de Atenas y haber advertido sobre el papel supersticioso y manipulador de la religión oficial. Y centran sus esfuerzos en dejar patentes las obsesiones vitales —verdad, honestidad, justicia…— de un ser humano excelso al que la política y la envidia, cual aventajados jinetes del apocalipsis, dieron matarile tras infundadas acusaciones de amoralidad.

Para ello, Gas idea una puesta en escehttp://www.festivaldemerida.es//fotos/fotos_prensa/1404/files/1404_fichero_1.jpgna minimalista, neutra y aglutinadora que permite el lucimiento de los dos elementos esenciales del drama: la palabra y sus intérpretes. La primera se ofrece a modo de discurso dialogado, en el que los distintos personajes entran y salen de la escena interactuando con el protagonista absoluto de la función, imprimiendo un ritmo sincopado pero armónico al todo. En cuanto a los segundos, basta decir que forman un grupo homogéneo que resuelve con solvencia su cometido: Guillem Motos, Ramon Pujol, Borja Espinosa, Pep Molina, Amparo Pamplona y Carles Canut dejan entrever las (muchas) luces y las (pocas) sombras del personaje que capitaliza el espectáculo: el Sócrates encarnado por José María Pou carga con tres cuartas partes del texto y lo hace con las rotundas presencias de Charles Laughton y Michel Simon —según confesión propia— como referentes, aunque su contrastada personalidad escénica se basta y se sobra para regalarnos uno de los mejores trabajos de su dilatada trayectoria.

Pou y Gas se reúnen de nuevo en Mérida después de aquel feliz ayuntamiento acaecido hace más de dos décadas (‘Golfus de Roma’, 1993), en el que fue una de sus grandes pasiones, los musicales, la que les unió en forma de acontecimiento popular. Entonces se enredaron en una loquísima e hiperactiva puesta en escena que no dejó un rincón del Teatro Romano por escrutar, pero ahora han optado por todo lo contrario: con la (in)estimable colaboración de Paco Azorín —habitual en el Festival en los últimos años— han sabido integrar al público como elemento consustancial del drama, concediéndole categoría de juez y parte. Merced al diseño de un hemiciclo que prolonga la cávea hasta la arena escénica, el escenógrafo ha sabido integrar la orchestra en la escena y viceversa, dando forma a espacio continuo en el que la habitual separación de poderes queda convenientemente difuminada, algo a lo que también contribuye decisivamente la democrática iluminación repartida por Txema Orriols.

Al final de la función, Sócrates se congratula de su radical optimismo: “Sé que siempre habrá alguien para pasear a mi lado y denunciar a los corruptos, a aquellos que se llenan los bolsillos… Nunca he dejado de creer en los hombres. Sed felices y respetuosos”. Eso queda dicho justo antes de tomar la cicuta, que rima con lo que eran sus enemigos: unos despreciables hijos de su madre que, por cierto, fueron castigados poco tiempo después. Paradojas de la eterna e inevitable (in)justicia poética.

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