Entre el desequilibrio y los (d)efectos

FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | MEDEA | Frente a la cávea del Teatro Romano de Mérida han desfilado, desde que lo hiciera por primera vez Margarita Xirgu el 18 de junio de 1933, docena y media de Medeas. Las tribulaciones de la princesa de la Cólquide han sido declamadas, cantadas y bailadas por intérpretes de talla dispar y con desigual fortuna a lo largo de las sesenta ediciones que, hasta esta que nos ocupa, conformaban la historia del Festival de Mérida. Por tanto, la pregunta parece evidente: ¿Qué puede aportar una nueva versión de la tragedia más trágica (con perdón) de la mitología griega?

 

Para dar respuesta a tan retórica cuestión, los programadores del certamen ofertan este año dos propuestas muy diferentes: la segunda podrá verse el 15 de julio, en un único pase, y llegará después de haber recibido críticas superlativas en su estreno madrileño; en cambio, la puesta de largo de la primera ha sido en el propio Teatro Romano y, si las valoraciones profesionales fueran honestas, las alabanzas periodísticas deberían medirse muy mucho para con ella.

Los ojos del cronista habían contemplado hasta ahora con relativo interés versiones extremeñas y andaluzas del mito, coreografías españolizantes de arrebatadora belleza, y dos encarnaciones antológicas: la de Nuria Espert a las órdenes del greco-chipriota Michael Cacoyannis en 2001, en una versión harto conservadora y poco más que correcta; y la de Blanca Portillo en 2009, grabada a fuego en la (intra)historia reciente del Festival por su descarada posmodernidad, su poético barroquismo y su costumbrismo mediterráneo, gentileza del director esloveno Tomaz Pandur.

http://www.festivaldemerida.es//fotos/fotos_prensa/1344/files/1344_fichero_1.jpgJunto a ellas, la insulsa ‘Medea’ que ahora proponen José Carlos Plaza y Ana Belén solo alcanza la categoría de anécdota, y suma poco (o nada) al capítulo más glorioso de las programaciones del octogenario certamen.

El director lo advierte, me temo que sin pretenderlo, en sus notas para el programa de mano: “Medea llega a nosotros como un mito. El mito del desequilibrio”; y por no faltar a su palabra, abunda en esa idea, ofreciendo un espectáculo cuyo desparejo balance final concede mucho más peso a los (d)efectos especiales que a los elementos puramente dramáticos.

El que fuera ilustre pionero del teatro independiente español amparado por la llegada de la democracia hace mucho tiempo que vive una especie de acomodaticio retiro profesional con el que algunos amantes de las artes escénicas nos atragantamos una y otra vez. Los premios oficiales y los cargos institucionales han ido domesticando paulatinamente a un creador cuyo interés ha decaído exponencialmente en los últimos lustros.

Su presencia en Mérida, sobreexplotada merced a su ‘entente cordiale’ con el mandamás Cimarro —que hace años ya ejercía su poderoso influjo en la programación emeritense desde la distancia—, lo deja bien a las claras. En términos cuantitativos, poco puede reprocharse a sus festivaleros montajes de las dos últimas décadas: siempre hubo espectadores dispuestos a concederles el generoso beneficio de la duda. Cualitativamente, sin embargo, dichos trabajos vienen dejando mucho que desear de manera rutinaria. Ni su tentativa operetística (‘La bella Helena’, 1995), ni su acercamiento a Shakespeare (‘Antonio y Cleopatra’, 1996), ni su mirada contemporánea al mundo clásico (‘Yo, Claudio’, 2004), ni su reincidencia en las grandes trágicas griegas (‘Fedra’, 2007; ‘Electra’, 2012; y ‘Hécuba’, 2013), han salido bien paradas: la expectación generada a priori entre el público más (des)informado se ha visto invariablemente defraudada a posteriori.

http://www.festivaldemerida.es//fotos/fotos_prensa/1350/files/1350_fichero_1.jpgLa culpa la tienen, por sobre todas las cosas, su decadente e (im)personal esteticismo, su irrefrenable ansia por ocultar el frente escénico del Teatro Romano y su machacona insistencia en endilgarnos la nunca bien ponderada presencia como ‘prima donna’ de Ana Belén. Más que discutibles han resultado de ordinario sus puestas, atentas en demasía a lo accesorio y rayanas en lo kitsch.

En lo escenográfico, conviene recordar que nadie ha ocultado tanto (y tan gratuitamente) la singular belleza de nuestro manido marco incomparable. Quienes sufrieran el gigantesco videowall de ‘Yo, Claudio’ o la mural herida abierta de ‘Fedra’ saben de sobras a qué me refiero. Pues bien, en ‘Medea’ es un simple árbol, absolutamente prescindible, el que impide ver el bosque… de columnas. Y todo para encasquetarnos una nueva ración de esa manía por desdoblar espacio y tiempo en diferentes planos narrativos a la que Plaza nos tiene (tan) acostumbrados.

Luego está lo de la ínclita Pilar Cuesta, alias Ana Belén, abonada incomprensiblemente al Festival de Mérida a pesar de que sus reiteradas encarnaciones de féminas divinamente maltratadas no ha dejado por el momento ningún episodio reseñable. Su Medea no alcanza en ningún momento el mínimo nivel dramático exigible y su atormentado deambular por la escena pasa en un santiamén, ay, sin pena ni gloria.

Poco la ayudan en este sentido sus compañeros de reparto, comenzando por su tan amado como odiado Jasón. Adolfo Fernández insufla (muy poca) vida a ese mítico cabroncete, entre desganado y despistado, componiendo uno de los peores trabajos que se recuerdan sobre la arena romana. Y otro tanto sucede con los personajes secundarios: la Nodriza (Consuelo Trujillo), el Preceptor (Luis Rallo) y Creonte (Poika Matute), cuyos “perfiles cómicos y grotescos” son potenciados adrede por el autor de la dramaturgia sin que el cronista llegue a pillarle la gracia a tal decisión en ningún momento.

Salvando ese escollo, lo cierto es que el texto enhebrado con los hilos trágicos de Eurípides y Séneca y los poéticos de Apolonio de Rodas y Ovidio, y cosido y rematado por la retórica mano de Vicente Molina Foix, se convierte en lo mejor de la función. Más atentas a la belleza literaria que al desarrollo dramático, las palabras encadenadas por el polifacético creador ilicitano se elevan sobre el resto de los elementos y, sin embargo, no logran sobreponerse al cojonero acompañamiento ruidista —música lo llaman en el programa de mano— compuesto para la ocasión por Mariano Díaz. Los (d)efectos audiovisuales desbaratan definitivamente cualquier posibilidad de salvación de la propuesta, pues a ese innecesario derroche sonoro hay que sumarle un paupérrimo uso del mapping, que en esta ocasión solo contribuye a empequeñecer y vulgarizar los ingredientes verdaderamente capitales del montaje teatral.

La frase con la que Ana Belén cierra la función en seguida se vuelve en su contra como un agresivo bumerán: “Medea será vuestro recuerdo de Medea”, dice. Y, visto lo visto, ese recuerdo durará poco. Más bien nada.

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