Maneras de perder el tiempo

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | MEDUSA | Decir 'Medusa' y decir 'guardiana' viene a ser lo mismo, pues en griego arcaico lo uno significaba lo otro, y viceversa. Con todo, el redundante ‘Medusa, la guardiana’ ha sido el título elegido para la primera recreación completa en la historia del Festival de Mérida de las desventuras de esta monstruosa figura del inframundo de la mitología helena, protagonizada por el palíndromo más popular de las artes escénicas españolas, Sara Baras.

La bailaora gaditana tardó poco en hacer suyo el encargo realizado por el omnipotente director del certamen emeritense, Jesús Cimarro, de diseñar un espectáculo que tuviera como figura central a la arpía que convertía en piedra a todo aquel que la miraba fijamente a los ojos, pese a que en más de una entrevista ha confesado que, hasta el momento en que aceptó el compromiso, desconocía las particularidades de la peripecia vital de la legendaria sacerdotisa del templo de Atenea, injustamente castigada por la diosa de las artes tras ser violada por el Señor del Mar, Poseidón.

Con el tiempo, ese castigo (tan poco) ejemplar —la enfurecida diosa sustituyó los cabellos de su doncella por serpientes— se convirtió en un icono,http://www.festivaldemerida.es//fotos/fotos_prensa/929/files/929_fichero_1.jpg revisado por virtuosos como Cellini, Caravaggio o Rubens y convertido incluso en logotipo comercial por modernosos símbolos del glamour como Versace. Sin embargo, la puesta en escena dirigida, guionizada y coreografiada por Sara Baras huye del arquetipo fijado por la historia del arte y se conforma con un comedido desmelene del que se resiente buena parte de su minutaje.

La cosa se abre y se cierra cabalmente, como mandan los cánones: al principio, las gorgonas —o sea, Medusa y sus hermanas Esteno y Euríale— son presentadas como lo que son, virginales sacerdotisas que danzan al ritmo de una radiante luz flamenca que arranca los primeros aplausos de un público indisimuladamente a favor de obra; como remate, tras una ovación algo timorata, la compañía de baile al completo se suelta verdaderamente el pelo y regala al respetable un fin de fiesta de punta y tacón, de rompe y rasga. Lo malo es que, entre lo uno y lo otro, media una hora de desatinos que entorpecen el natural desarrollo de un montaje que sumará entre poco y nada a una trayectoria (casi) impecable en la que Baras ha encarnado a otras poderosas féminas como Juana la Loca, Mariana Pineda o Carmen.

La culpa de que el espectáculo avance a trompicones la tienen sus dos elementos más discutibles: el primero tiene que ver con la decisión de ceder la voz de la conciencia de Medusa a un actor, Juan Carlos Vellido, cuyos enigmáticos parlamentos —pergeñados por el cantautor Javier Ruibal— son metidos con calzador entre pieza y pieza de baile, provocando que un espectáculo verdaderamente corto termine haciéndose realmente largo; pero el segundo es, si cabe, aún más grave, pues comete la torpeza de despreciar la presencia de un más que competente cuadro flamenco para regalar un puñado de pasajes capitales a una horrenda banda sonora pregrabada que parece creada únicamente con el fin de afear las escenas más sombrías de la trama.

Respecto a la solvencia de Sara Baras, casi da vergüenza adentrarse en una labor sin mácula que, espectáculo tras espectáculo, sigue justificando premios y aplausos. Y otro tanto cabe afirmar acerca de su cuerpo de baile y, como se adelantó más arriba, de sus músicos. Mas, visto lo visto, al cronista se le antoja que no le vendría nada mal a la compañía deshacerse de esa endogamia, familiar y artística, que limita el alcance, tanto en el fondo como en las formas, de un repertorio cuasi modélico. Si de algo ha pecado siempre Juan Palomo, es de falta de perspectiva.

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