Déjà vu

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | MEDEA | Lo había publicado el mandamás Monago en una propagandística columna subvencionada por El País en la víspera del magno acontecimiento del verano emeritense: “Extremadura es lo que es por su Cultura. El que viene a Extremadura se da cuenta: somos una gran alfombra verde, un escaparate cultural”. Lo cual que, ni cortos ni perezosos, entre los paniaguados gobexianos de libre designación y los sufridos currelas del protocolo festivalero se las apañaron para profanar la entrada lateral del Teatro Romano en la noche de autos tomando lo de la alfombra de marras al pie de la letra: un generoso metraje de césped artificial estrangulaba las pedregosas vías de acceso al milenario marco incomparable, convirtiendo así un monumento patrimonio de la humanidad en un mini-golf de quita y pon, sobre el que, sin duda, se sintieron como en casa tanto el rebelde barón pepero como los varios centenares de allegados a su causa que se colaron en el sarao por la filosa.

Por lo que respecta al programa oficial de la primera función del Festival de Mérida 2013, me barrunto que los más despistados andarán todavía buceando por los océanos inaternáuticos en busca del “compositor Barbier”, que la organización había anunciado como autor de una “Medea instrumental” con la que la Orquesta de Extremadura desató las hostilidades. Pues bien, no busquen a Barbier —pues solo encontrarán a un dramaturgo del XIX, a un ilustrador Art Decó y a un capitán napoleónico, todos ellos alonsanfán de la patrí—, ni a Barbieri —el castizo padre de nuestro género chico—, sino a Samuel Barber, un compositor estadounidense que, mediado el siglo XX, quedó hechizado por la figura de la princesa de la Cólquide, a quien dedicó varias piezas cortas para ballet levantadas sobre melódicos cimientos neorrománticos de creciente vanguardismo.

Deshecho el entuerto programático, cabe advertir que la presencia de esta (ambiguamente denominada) Medea instrumental como aperitivo del festín que habría de sucederle restó (en vez de sumar) al plato fuerte del banquete, pese a lo impecable de su ejecución y lo emocionante de su escucha. Paradojas del arte impositivo: aquello que de manera aislada habría hecho las delicias de los melómanos, provocó un empacho prematuro en quienes no estaban por la labor. Porque las dos mil almas que se acercaron hasta el hemiciclo romano por lo civil —previo pago de su importe— o por lo criminal —echando mano de sus relaciones públicas— iban a lo que iban; o sea, a presenciar por enésima vez las vengativas andanzas dramatizadas de Medea, el mito con el que, ochenta años atrás, Margarita Xirgu rescató para las artes escénicas unas piedras que hasta ese momento no eran más que siete sillas pervertidas por el esparcimiento infantil.

Desde entonces, la leyenda de esta nieta de titán, hija de rey y ninfa, mater amantísima y esposa despechada, más bruja que sacerdotisa y más romántica que racional, se ha convertido en cita recurrente del Festival de Mérida. A lo largo de cincuenta y nueve ediciones, las más grandes damas de la danza y el teatro españoles han encarnado, con mayor o menor fortuna, a la celosa princesa sobre la scaena romana y, de entre todas las propuestas ofertadas en esas ocho décadas, la del Ballet Nacional de España ha sido la más reincidente: desde su paso por el certamen emeritense en el verano de 1984, tras su estreno absoluto en el madrileño Teatro de la Zarzuela poco antes, esta conjunción de talentos nacionales ha visitado en tres ocasiones el Teatro Romano, alardeando de similares méritos artísticos.

Hace casi tres décadas, el recientemente desaparecido Miguel Narros despojó la Medea de Séneca de sus elementos accesorios y, con su esencia, confeccionó un guion que sirvió de base a una inspirada coreografía del maestro Granero y a una arrebatadora partitura de Manolo Sanlúcar, quienes, con el apoyo escenográfico de Andrea D’Odorico y el diseño de vestuario del propio Narros, dieron forma a una versión aflamencada del mito heleno que el cronista quisiera creer atravesada (siquiera estéticamente) por el universo lorquiano. Juntos y revueltos, redondearon un clásico de la danza española —convertido en santo y seña del repertorio de argumento del BNE— al que parece demasiado pretencioso pretender meterle mano desde el punto de vista crítico; y mucho menos cuando se representa en el escenario donde sus virtudes lucen con el máximo esplendor.

Si acaso, por no dejar de lado los remilgos que ya se han convertido en marca de esta casa, se podría denunciar que la nueva puesta levantada por Antonio Najarro como director de la compañía estatal aporta poco (y nada) a lo contemplado en anteriores ocasiones, y que la madurez interpretativa exhibida en esta ocasión por Maribel Gallardo no evita la sensación de déjà vu en aquellos que, como el arriba firmante, ya disfrutaron de su garra y su elegancia hace catorce años, en el mismo sitio y a la misma hora.

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