Tragicomedia pop(ulista)

FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | ANFITRIÓN | El ‘Anfitrión’ de Pérez de la Fuente pone sus cartas sobre la mesa desde mucho antes de arranque la representación: una colosal cornamenta corona el cuerpo de un venado que, a su vez, está modelado con (y asentado sobre) materiales reciclados; a su vera, dos enormes aes simétricas subrayan lo obvio, para completar la información. El espectador conoce, pues, de antemano, la síntesis argumental de lo que le van a contar durante la hora y media siguiente -que no es Bambi, precisamente- y, en ese momento, sus expectativas se limitan a descubrir cómo se desarrollarán los acontecimientos.

El primer sobresalto llega con los ropajes: para completar la estética cutrelux ya advertida más arriba, los protagonistas de la (tragi)comedia lucen un envoltorio que pretende retrotraernos a la época de La Movida (madrileña, en particular, y española, en general) pero que deviene en una suerte de kitsch posmoderno que convierte a Alcmena en una Madonna ‘avant la lettre’, a los esclavos en marineritos vestidos por un Gaultier de arrabal y a la pareja Anfitrión/Júpiter en un par de talludos niños de comunión que sueñan con ser Tino Casal de mayores. Todo muy indicado, como ven, para aderezar la puesta en escena de un texto escrito hace dos mil doscientos años.

Así las cosas, el cronista se teme lo peor de la versión que Eduardo Galán ha pergeñado sobre la base propuesta por Plauto; y, en efecto, no tardan mucho en escucharse las primeras referencias a la situación socio-político-económica actual, para deleite de los paladares menos exigentes -mandamases públicos incluidos- y bochorno de quienes opinan, como un servidor, que en el texto original hay suficientes dosis de vitriolo como para que los alquimistas literarios del presente no necesiten echar mano de recursos baratos con los que saciar la rabiosa sed de un pueblo maltratado en los últimos tiempos. Pero este parece ser el sino del teatro ultramoderno, y no hay tutía.

La transgresión (del continente) y la crítica (del contenido) se reducen, por lo ya dicho, a un amago de dar caña proveniente de un director que comandó el Centro Dramático Nacional durante los ocho años de gobierno aznariano, cuyo sesgo conservador le impide alcanzar lo que prometen sus pretensiones. Sucede, además, que el hombre que ha puesto en pie algunos de los montajes fundamentales del teatro español de los tres últimos lustros (‘Pelo de tormenta’, 1997; ‘El cementerio de automóviles’, 2000; ‘Carta de amor’, 2002…) anda empeñado, de un tiempo a esta parte, en sacar lustre a la comedia clásica de aquí y de allá, sin caer en la cuenta de que sus (innegables) virtudes lucen con mayor esplendor en la tragedia y el drama.

Con estos mimbres, el cesto que deben hacer los actores encargados de recrear los enredos plautinos toma forma irregular e inconsistente: unos secundarios cuya comicidad -parafraseando a un prospecto farmacéutico- es de eficacia probada, se recrean en sus cometidos con desigual suerte: mejor Roelas que Cucalón en sus trastornos de personalidad. Natalia Millán, una Alcmena elevada a figura central del enredo, cumple en su papel de inocente adúltera, alardeando innecesariamente de sus virtudes atléticas pero haciendo creíble el necesario encanto para desatar las (bajas) pasiones de los dioses (y de los mortales). En el duelo entre estos, por cierto, se opone el secundario al protagonista: Patxi Frytez le gana la mano a Roberto Álvarez porque su Júpiter canalla se ajusta mejor al tipo descrito que el cornudo Anfitrión encarnado por uno de los actores más sobrevalorados del panorama nacional, que completa un (insostenible) cesto más pop(ulista) que (pop)ular.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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