‘Calígula’ superstar

FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA - Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Calígula| La escena del Teatro Romano celebra estos días la consagración de una flamante e irreverente Santísima Trinidad que, mal que le pese a un puñado de sujetos de entendederas constreñidas, forma desde ya parte insoslayable de la (intra)historia del Festival de Mérida: en el nombre de la madre Venus y del hijo Calígula y del espíritu Bowie, el descarado Mario Gas ha inyectado un impactante chute de iconoclastia en una programación adocenada e inofensiva que, en los últimos años, deambula entre el muermo y la indiferencia.

Nada que ver con el clasicismo efectista (pero eficaz) de las puestas de José Tamayo —protagonizadas por José María Rodero (1963), Imanol Arias (1990) y Luis Merlo (1994)— ni con el apropiacionismo revolucionario de la compañía habanera El Público (1997) ni con la caprichosa orientalización perpetrada por L’Om-Imprebís (2010) que le antecedieron en este mismo certamen. Muy al contrario, el de 2017 es un ‘Calígula’ posmoderno que echa mano de la cultura popular contemporánea para traer al presente el existencialismo radical de un texto canónico.

La acción se desarrolla —gentileza de Paco Azorín— sobre una rampa ilustrada con una (in)fiel réplica de una de las fachadas del Palazzo della Civiltà del Lavoro de Roma, ese coliseo cuadrado convertido en símbolo de la arquitectura fascista que, en un drama capitalizado por la muerte, hace las veces de columbario al que va a descansar para siempre alguno de los cadáveres que el lunático emperador deja a su paso. A lo largo de (casi) dos horas, vamos viendo cómo Cayo Julio César Augusto Germánico mata para, finalmente, dejarse matar. http://www.festivaldemerida.es/fotos/fotos_prensa/2059/files/2059_fichero_1.jpg“Calígula’ es la historia de un suicidio superior. Es la historia del más humano y más trágico de los errores”, aquel que consiste en ser “infiel a los seres humanos debido a la excesiva lealtad a uno mismo”, según explicó el propio Albert Camus.

El miedo sobrevuela toda la función, atenazando a la cohorte de palmeros que ríe las (malditas) gracias al tercer emperador romano al tiempo que fuerza la sonrisa torcida del espectador, que asiste pasmado a los desvaríos derivados del poder absoluto. La mayoría de los razonamientos de Calígula, absurdos por exceso de lógica, resultan peligrosamente irrefutables, y eso acojona, incluso a la legión de mirones que contempla alucinada la tragedia desde la confortable seguridad que proporciona la cuarta pared.

La cosa arranca en blanco y negro, algo plana a juicio del cronista, pero enseguida se desatan los acontecimientos y el color irrumpe con estridencia. Así lo determina la heterodoxa dramaturgia diseñada por Mario Gas, que convierte a su protagonista en una diva del pop con las trazas de un andrógino David Bowie directamente arrancado de la portada de ‘Aladdin Sane’ (1973). Al ritmo de ‘Let’s dance’, la escena se convierte en un videoclip y los siervos en reconocibles personajes de cómic; lo único que no rebaja su nivel de profundidad es el texto, que se mantiene firme ante la (aparente) frivolidad del envoltorio. De ello se encarga Borja Sitjà, cuya traducción huye del tono sentencioso adoptado por la versión de J. Escue Porta que sonó durante tres largas décadas en el Teatro Romano para acercarse a la fijada por Javier Albiñana en Alianza editorial.

Para lanzar este órdago, Gas escoge algunos de los naipes más manoseados de su baraja. La complicidad de Borja Espinosa, Mónica López, Bernat Quintana, Xavier Ripoll, Pep Ferrer, Pep Molina, Anabel Moreno y Ricardo Moya se antoja imprescindible para ganar una partida en la que sus dotes de tahúr quedan demasiado expuestas. Pero su verdadero as bajo la manga es Pablo Derqui, un talento descomunal que vampiriza una función arrebatadora y un personaje sin par; un actorazo al que ningún amante del buen teatro debería perderle la pista.

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