'Calpurnia Pisonis' y 'El instante del absurdo': cara y cruz del monólogo

FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA - Tiresias

Continúa su andadura -lo hizo el pasado fin de semana y lo volverá a hacer el siguiente- la serie 'Mano a mano' de monólogos que propone el Festival de Mérida en esta 57ª edición, con un desparejo duelo entre dos intérpretes neófitos en la materia -Emma Suárez y Roberto Álvarez- que, a su vez, se ponen en manos de sendos directores (audiovisuales) -Norberto López Amado y Chus Gutiérrez-, quienes se acercan por primera vez al mundo del teatro. Así que el envite tiene (cierta) gracia y (mucho) riesgo.

Abre la velada Emma Suárez (las damas primero) encarnando el 'sueño, premonición y muerte' -así reza el subtítulo de la pieza que interpreta- de 'Calpurnia Pisonis', la última esposa de Julio César, aquella a la que la leyenda asegura que asistieron las artes adivinatorias en la víspera del asesinato de quien "llegó, vio y venció" pero, sin embargo, despreció la (fatal) advertencia femenina -como tantos, como (casi) siempre- de su amada poco antes de caer presa de sus más íntimos enemigos.

El texto pergeñado por el dramaturgo Borja Ortiz de Gondra en apenas una semana amplifica el alcance de este mínimo capítulo de la (intra)historia romana que, probablemente, debe más a la (sublime) pluma de Shakespeare que a la (ordinaria) realidad. Sea como fuere, el autor bilbaíno saca partido a lo meramente anecdótico para elevarlo a la categoría de (inmortal) universal: la mujer no es escuchada -al menos de manera suficiente- en un mundo (todavía) machista que, pese a contar su vida por milenios, permanece anclado en los tiempos genésicos en lo que a los asuntos capitales -pongamos, la igualdad de género- se refiere.

El mensaje se hace evidente, sobre todo, porque la mensajera se impone sobre la componente poética del texto: Emma Suárez borda los distintos estados emocionales de una esposa (arrebatadamente) enamorada a la que el dolor (antes, durante y después de la tragedia) borra del mapa (imperial) una vez que sus temores se ven cumplidos. El perpetuo desgarro por el que transita la oscura existencia deCalpurnia Pisonis, a medio camino entra la (i)rrealidad del sueño y el más allá del despertar, es asumido con asombrosa facilidad por una actriz que vuelve a demostrar que, cuando acierta en la elección de sus aliados profesionales, es capaz de convertirse en una de las máximas figuras de nuestra escena.

Algo muy distinto es lo que le sucede, para su desgracia, a Roberto Álvarez, uno de los más (sobre)valorados actores nacionales, merced a la generosidad con que han sido recibidos por crítica y público algunos de sus trabajos cinematográficos y televisivos. Para colmo de males, el día del estreno, Álvarez se pasó la media hora que duró su intervención peleándose, en un hilarante 'tour de force', con su (ramplona) dicción, que le jugó un buen puñado de malas pasadas. Al contrario de lo visto a su antecesora sobre la arena de la Alcazaba, dio la sensación de que el intérprete no se sintió en ningún momento cómodo en la piel de un mito tan paradójico como Sísifo, que fue tenido por el más astuto de los hombres pero que, finalmente, fue castigado por los dioses a la más ridícula tarea: hacer rodar una piedra gigante montaña arriba para, en un bucle sin fin, verla retroceder irremediablemente hasta el principio para volver a empezar.

El peñazo protagonista de la leyenda, con presencia destacada en el espacio que acoge el monólogo, amaga al principio con convertirse en la metáfora de la función, pero un texto desenfadado, obra de la también directora Chus Gutiérrez, lo salva del peso del aburrimiento. La autora bebe en la fuente de un opúsculo de Albert Camus, que se recrea en 'El mito de Sísifo' para burlar su habitual querencia por el existencialismo aferrándose a las (in)controvertibles tesis de la filosofía del absurdo, mucho más atinadas. Como en el filosófico texto original, en el monólogo escrito 'ad hoc' para el certamen emeritense se apuesta por la (in)trascendencia del individuo, por la certidumbre de la mortalidad y por el humor como único alivio de las (in)evitables penas que cada vida lleva aparejadas. Esto salva del hastío a una propuesta que, de cualquier modo, no pasa de marginal dentro de este peculiar artefacto escénico en el que no todas las manos manejan los hilos tragicómicos con igual pericia.

 

 

 

 

 

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